Palabras para Julia

Héroes

A las seis y media de la mañana Luis se despierta con una contractura que le cruza todo el cuerpo, como si en la pesadilla de esta madrugada su peor enemigo le hubiera atropellado con un camión. A oscuras coge el teléfono de la mesita de noche y quita el modo avión, entra en la página web de su banco y no, aquel cliente que la semana pasada le prometió que ingresaría la cantidad que le debe desde hace meses, todavía no lo ha hecho.

Antes de salir de la cama le pide a Dios que le ayude en este nuevo día. Porque, un día más, lo va a necesitar.


A las siete y cuarto Luis ya ha abierto las persianas de toda la casa, encendido una vela, hablado con su padre en el cielo, preparado el desayuno de los niños, las meriendas para el cole, colocado las mascarillas nuevas en los bolsillos de sus mochilas, duchado y vestido. Luego despierta a los niños y el tibio calorcito de sus cuerpos, sus abrazos todavía dormidos mientras los lleva a la cocina a desayunar, le hacen sentir el hombre más fuerte del mundo. Y que a pesar de todo, hoy también va a poder con todo.

A las ocho y cuarto, en el coche de camino al colegio, escuchan música clásica en la radio, a los niños les gusta y eso a Luis le hace feliz. Luego los deja en la puerta de clase, se quedaría a su lado todo el día a aprender sumas y restas y jugar a la pelota en el patio. Pero ese tiempo ya pasó, ahora la vida ya va en serio.


Una hora más tarde entra en la oficina. Las mascarillas de sus compañeros no le dejan ver la mitad de sus rostros. Pero le gusta imaginar sus sonrisas como cuando podía verlas. Mientras avanza entre sus mesas se fija en cada uno de ellos, conoce sus anhelos y preocupaciones, los admira y los quiere y eso le da fuerza para hablarles como si fueran parte de su familia, y en realidad de un modo lo son.

Enciende el ordenador, los mismos doscientos emails de siempre tratan de venderle las mismas cosas de manera tan impersonal que se pregunta ¿por qué lo harán así? Le gustaría decirles que para vender primero hay que ser humildes, honestos, querer el bien de la otra persona por encima de todas las cosas. Pero en vez de decírselo selecciona todos los emails y los envía directamente sin leer a la basura.


Una reunión. Y otra reunión más. Y entre medias piensa en su amigo, y en su madre, a los que hace demasiados días que no llama porque nunca tiene tiempo. Pero más allá del tiempo está la sobresaturación de las neuronas, la necesidad de enfocar todo su esfuerzo a cosas productivas durante doce o quince horas al día.

Entre medias comete la imprudencia de navegar por un par de periódicos digitales, observa la cara de los políticos de nuestro país, las cosas que dicen, y se da cuenta de que navegamos a la deriva, de que estamos en manos de unos seres carcomidos por la roña, vividores que nos sangran económica y espiritualmente hasta la desesperación. Apaga el ordenador y no se pone a llorar porque en el fondo sabe que la vida es un milagro, y que a pesar de tanta miseria política no vamos a ahogarnos y vamos a lograr salir adelante.


Por la tarde: recoger a los niños del colegio, prestarles la máxima atención porque de lo contrario entonces sí que la vida no tendría sentido, abrazar a su mujer al llegar a casa, amarla en silencio, con la mirada, jugar con el bebé y verle dar sus primeros pasitos, hacer los deberes con los mayores, preparar las meriendas, el baño, los pijamas, los uniformes del cole para el día siguiente, secar el pelo a los niños después del baño, encender el fuego en la chimenea, hacer la cena, seguir escuchando a los niños con todo el amor del mundo mientras a la vez piensa que si el cliente que le debe dinero no paga tampoco mañana, entonces sí que va a tener un problema.


Con los niños ya acostados y mientras su mujer duerme al bebé, Luis aprovecha las ultimas fuerzas que le quedan para responder emails, preparar las reuniones de mañana, comprobar cómo van sus inversiones en bolsa. También recuerda que ha de llevar el coche al taller, llamar al técnico de la nevera que hace días pierde agua, comprar cepillos de dientes nuevos a los niños, y más mascarillas, llamar a su madre y a su amigo, empezar a caminar diez mil pasos cada día.

Sale afuera y las estrellas en el cielo una noche más le dan sentido a todo, su grandeza le ayuda seguir creyendo en la humanidad y en la belleza dolorosa que es la vida.

Abraza a su mujer en el sofá mientras ven una serie en la televisión, consciente de la fortuna que tiene de poder amar y ser amado. Y piensa que hay que ser muy valientes para amar hasta el fondo y no quedarse a la mitad, aunque a veces duela, o precisamente por eso.


Cuando se acuesta pasadas las once la contractura, a la que no había vuelto a prestar atención, le recuerda que sus pesadillas siguen ahí, agazapadas en el subconsciente, esperando a que baje la guardia para asaltarle de nuevo.

Pero hace tiempo que Luis ha dejado de tener miedo. La crisis y el virus y todas las historias que ha vivido este año le han ayudado a conocerse mejor, a dar un paso más y a sentirse bastante conforme consigo mismo.

Con dolor físico pero también con la sensación de haber hecho un día más todo lo que estaba en sus manos, Luis se va quedando lentamente dormido, mientras piensa que la vida es esto, la fortuna de poder seguir aprendiendo y amando cada día, dejando que el destino se ocupe de todo lo demás.

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