Las palabras

Hace unos pocos días ha muerto Javier Marías, el escritor español más brillante que yo haya leído nunca. Marías construía sus novelas como Norman Foster sus edificios o George Friedrich Händel sus sinfonías. Desde el día que leí Corazón tan blanco hace veintidós años descubrí que hay muy buenos escritores, pero maestros como Marías, dominadores tan brutales del lenguaje y las palabras, capaces de diseccionar los instintos humanos con una precisión tan asombrosa, apenas los hay. Un párrafo de una novela de Marías hay que leerlo una y dos y hasta tres veces hasta llegar a comprenderlo. Y aun así, uno no está siempre seguro de haberlo comprendido del todo. Cada una de sus interminables frases te va subyugando, envolviéndote en su precisa y preciosa tela de araña hasta que, a base de perseverar, de releer, de no soltar durante horas y días y semanas la lectura, ¡pum! se produce el milagro, y entonces entras en una especie de levitación espiritual que ya no te abandona hasta la última palabra, cuando todo se vuelve nítido, sencillo y natural, y sientes que por un instante has sido partícipe de algo grande, como cuando te plantas delante de Las Señoritas de Avignon de Picasso, o escuchas con los ojos cerrados el Nessun Dorma de Pavarotti como si un ángel nos estuviera anunciando el principio o el final del mundo.


Si pienso y escribo ahora sobre Javier Marías es porque, una vez más, pienso también en la muerte. Desde que murió mi padre hace tres años, pienso más en la muerte, la observo de otra manera, de un modo más directo, con mayor intriga pero también con más serenidad, como parte de un proceso natural que de algún modo me impulsa a aprovechar más la vida, sabiendo cada vez mejor lo que quiero y lo que no quiero, adónde voy a volcar mi amor y mí energía, y a quién no le voy a dedicar mi tiempo porque no vale la pena.

Con toda su grandeza y su docena de novelas inmensas como catedrales, Javier Marías ya no podrá escribir más. Una gran vida que, de un momento a otro, ya no existe. Esto me da tanto que pensar, ya digo, desde que se fue mi padre.

Lo único que podemos seguir haciendo nosotros los vivos es aprender y amar, aprender y amar. Es lo único. Lo único que todavía tiene sentido.

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