El viejo tranvía
texto Bernat Garau
El 16 de marzo de 1958 fue uno de los días más tristes en la vida de Tomeu Bibiloni. Tras dedicar toda su vida profesional al tranvía eléctrico, él fue el encargado de ordenar la última salida, en dirección a cocheras, de los tranvías que quedaban en servicio en Palma. Estaban todos colocados en fila en el Paseo Sagrera, bajo la atenta mirada de las principales autoridades civiles, religiosas y militares, además de cientos de curiosos congregados para ver partir por última vez a aquellos vehículos ya obsoletos que habían formado parte del paisaje urbano de Palma durante décadas, y que sucumbían arrollados por el auge del autobús. Con lágrimas en los ojos y su hijo Sebastià, de 31 años, a su lado, sintió una pena profunda mientras hacía sonar el silbato por última vez.
Miles de recuerdos se arremolinaban en su mente en ese momento. Cómo, con 21 años y casi por casualidad, entró a trabajar como conductor de este nuevo medio de transporte, gracias a que el señor para el que trabajaba como chófer privado formaba parte de la junta directiva de la recién creada Sociedad General de Tranvías Eléctricos Interurbanos de Palma (SGTEI). La expectación que generó la electrificación del tranvía en 1916 fue portada de los principales periódicos locales y hasta se inmortalizó en una película, cuando el cine era aún una novedosa rareza. Un trágico accidente empañó el primer día de circulación, cuando un vagón descarriló frente al Teatro Lírico y atropelló mortalmente a un joven de 17 años, suceso que hizo que los palmesanos tardaran meses en fiarse del nuevo medio de transporte. Ese verano todavía convivieron el antiguo tranvía acarreado por mulas con el eléctrico, cruzándose por las calles de Palma como símbolos de dos épocas y un mundo en transición: de la milenaria tracción animal a la moderna sociedad electrificada.
Tomeu tenía recuerdos de infancia y juventud del viejo tranvía de mulas, inaugurado en 1891 como primer servicio de transporte colectivo regular de la historia de Palma, en una época en que la bicicleta y el carro eran los únicos vehículos disponibles. Según dejó escrito el pintor Santiago Rusiñol en su libro La isla de la calma (1922), “este tranvía no es para llevar prisas. Quien lleve, que se vaya a pie, que llegará antes. Más que una herramienta para hacer camino, viene a ser una especie de casino o una reunión familiar para tener conversaciones”. El trayecto tenía momentos especialmente delicados para los animales, como la cuesta de Conquistador, cuando se enganchaba una mula adicional para poder subir la pendiente con más solvencia. Esta mula estaba amaestrada, así que una vez cumplido su cometido, bajaba sola la cuesta para ir a esperar al siguiente tranvía.
De su época de trabajador del tranvía eléctrico, Tomeu recordaba también la peculiar forma hexagonal de los vehículos, a los que la gente subía y bajaba casi en marcha y en los que estaba “prohibido fumar, escupir y blasfemar”, según advertía un letrero. Los niños que se colgaban en la parte trasera para viajar gratis. Las cocheras inicialmente ubicadas en sa carretera (la hoy denominada calle Aragón), alrededor de las cuales vivían muchos de los trabajadores de la SGTEI, que tenía entre 400 y 500 empleados entre tranviarios, oficinistas, personal de reparaciones y mantenimiento y lavacoches. Aunque la mayoría eran de extracción humilde, todos tenían que saber leer y escribir, algo de lo que no todo el mundo podía presumir en la época. En los talleres, que tuvieron un peso específico fundamental en la compañía, trabajaban torneros, mecánicos, herreros, electricistas, pintores, albañiles, tapiceros, ajustadores y carpinteros, ya que todo el interior de los vagones era de madera.
Tomeu recordaba cómo, mientras iba ascendiendo de mozo a conductor, de conductor a cobrador y de cobrador a inspector, fue creciendo la red de tranvías hasta llegar a los 50 kilómetros de vías distribuidos en 9 líneas. Y todo ello a pesar de dificultades como la militarización de los tranvías durante la Guerra Civil, los cortes eléctricos y la falta de suministros durante la posguerra, o la lenta pero imparable proliferación de los autobuses, impulsados por el lobby automovilístico y apoyados por la prensa, que en los últimos años había criticado duramente al tranvía por considerarlo anacrónico.
La llegada del tranvía propició la expansión de barriadas periféricas como Son Roca, Establiments, S’Arenal, el Coll d'en Rebassa, la Soledad, el Pont d’Inca o Cas Català, al comunicarlas con el centro de la ciudad cambiando, en definitiva, la fisionomía de la ciudad.
Mientras tocaba el silbato ese día de marzo de 1958, Tomeu no podía saber que [...]
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