Andrea Castro
Recuerdos y colores
En su estudio de Marratxí la artista Andrea Castro (Palma, 1987) da forma a su universo de retratos e historias enigmáticas.
texto Juan Ignacio Orúe
fotografía Íñigo Vega
La luz de la mañana entra abundante por las ventanas del amplio estudio de paredes blancas y suelo de madera que Andrea Castro ocupa desde hace tres meses. “Cuando empiezo a pintar en este lugar me quedo embobada. Este estudio ha cambiado mi manera de trabajar. De pronto me paro y miro a mi alrededor y digo: ¡qué bonito es todo, qué precioso, qué maravilla! Hasta que al cabo de un rato me centro y vuelvo a pintar”.
Desde niña Andrea quiso ser artista. Así era feliz, en su mundo, imaginando cosas. Cuando no estaba dibujando escalaba por los árboles y atrapaba mariposas, que luego liberaba en su habitación.
A los 11 años, una amiga del colegio le transmitió la pasión por dibujar manga, el comic japonés, logrando que Andrea se convirtiera en una lectora compulsiva y coleccionista de este género. A los 14 años tomó clases con Begoña Riba, donde aprendió, probó y experimentó varias técnicas durante ocho años. También asistió a la academia del pintor Pascual de Cabo.
“Dibujo retratos porque la piel tiene un montón de gamas de colores y es súper interesante. En la piel hay un poco de azul, de rojo, de amarillo, parte de blanco... Me gusta que los cuadros tengan un punto enigmático. Son como recuerdos de algo que no existe. Recuerdos de historias que tal vez le han sucedido a otra persona”.
Sus pinturas son expresivas y figurativas. Ahora está enfocada en sus dos últimas colecciones, Floral y Personas extrañas, que vende en su página web y en galerías de arte interactivas desde finales de 2014. “Invento una historia para cada cuadro, historias un poco macabras. A veces me pregunto: ¿Cuántas veces me habré cruzado a un asesino por la calle?”
Su serie de retratos más intervenidos, con pinceladas por encima de los rostros, es una influencia de su admirado Francis Bacon, según ella misma reconoce. También la inspiran el artista estadounidense Winston Chmielinski y la canadiense Erin Loree, por sus obras abstractas y el modo que tienen de utilizar los colores.
Antes de mudarse a este estudio dibujaba en su casa, un espacio mucho más reducido, siempre con el miedo de manchar el suelo y las paredes. “El nuevo espacio me permite trabajar en varias obras a la vez y saltar de una a otra cuando siento que me atasco”, dice.
El amor por el comic y por Japón perduran en el espíritu inquieto de Andrea. Cada día dedica un tiempo a mirar series de animé junto a David, su marido, y en el estudio canta mientras se inspira y pinta.
“Tengo el mejor trabajo del mundo. Puedo crear historias y personajes, una mezcla de lo que ya hacía de niña con los cómics”.
“Dependiendo del tamaño del lienzo, puedo estar trabajando en una obra desde una mañana hasta un mes entero. Cuando alguien la compra es cuando realmente me siento validada”.
“Una vez tuve un pensamiento de lo más idiota: no quiero trabajar de lo que más me gusta –me dije– porque si no lo podría acabar odiando. A lo que una persona me contestó: ya, y yo quiero vivir en una casa de campo con piscina, pero como no sé si me gustará, me voy a quedar en mi pisito de 60 metros cuadrados”.
Moraleja: “Siempre hay que seguir el deseo, claro”, dice Andrea, mientras pinta sin dejar de sonreír.