Lucía
texto Iván Terrasa, editor de IN PALMA
De pequeña Lucía era una niña como las demás, despierta, curiosa, algo retraída. Vivía con sus padres y su hermana en una bonita casa a las afueras de la ciudad. En el colegio se le daban bien las clases de plástica y lectura, y sobre todo se fijaba en sus maestras porque de mayor ella también quería ser profesora.
A medida que fue creciendo y siendo más consciente, una pena se instaló en algún lugar adentro de su pecho. Las peleas constantes entre sus padres, aquellas discusiones de los dos seres que ella más amaba, no dejaron nunca de retumbar en su interior, agazapada en la habitación oscura, creando su propio mundo imaginario para evadirse del que le esperaba al otro lado de la puerta.
Fue cursando el segundo año del grado de maestra en educación infantil cuando conoció al primer chico por el que realmente se sintió interesada. Era tímido, como ella, y estudiaba piano en el conservatorio. Con él perdió la virginidad una noche de primavera, un acontecimiento que no le pareció ni bien ni mal. Al poco tiempo el chico le dijo que había conocido a otra, así que dejaron de verse.
Los estudios se le daban bien. Le gustaba lo que aprendía y cada vez estaba más convencida de que un día podría ayudar a niños de cuatro y cinco años a conocer las letras y los números, los nombres de los animales, de los planetas, a mancharse las manos pintando con témperas y a dormirse plácidamente a la hora de la siesta mientras ella les contaba un cuento con final feliz.
Sin embargo había un hecho que la perturbaba: había empezado a beber. Nunca le había gustado salir, ni siquiera de adolescente. Pero la soledad se le hacía cada vez más insoportable, así que todos los fines de semana se unía al grupo de chicos y chicas de su facultad que salían por los bares y discotecas de moda. Lucía no bailaba y apenas hablaba con nadie. Solo bebía, rodeada de desconocidos, porque cuando bebía el dolor en el pecho se le hacía un poco menos insoportable. Más de una vez amaneció tirada en un parque, sola, junto al mar, con el vestido manchado de vómito y las medias rotas. Entre semana, cuando sus padres ya estaban acostados, abría el armario donde su padre guardaba la botella de whisky y bebía, y a veces bebía y lloraba en silencio al mismo tiempo, sentada en el suelo frío de aquella cocina de la casa de sus padres donde en otras circunstancias habría podido reinar el amor (¿por qué no lo había hecho?) mientras era consciente de que una parte de su vida ya se le había escapado y que la otra estaba a punto de escapársele para siempre.
Uno de aquellos sábados de madrugada, sentada en un banco de madera junto al puerto, agarrándose la cabeza porque el dolor era insoportable después de haber bebido más de la cuenta, sintió que alguien se sentaba a su lado. Era un chico que, con voz suave, le preguntaba si estaba bien y si podía ayudarla. Lucía no fue capaz de hablar, y cuando el chico le puso delicadamente la mano en la espalda, rompió a llorar como no recordaba haber llorado nunca, mientras él la abrazaba y ella se dejaba caer en su pecho, como si por fin alguno de aquellos seres imaginarios de su infancia la hubiera venido a rescatar de su mundo de tinieblas.
Aquella fue la última noche en que Lucía bebió hasta morir. Y mientras se alejaban de las luces del puerto caminando en silencio, supo que había encontrado al hombre de su vida.
Lucía y Luis empezaron a vivir juntos pocas semanas después, en la casa de él. Luis era periodista, trabajaba en uno de los diarios de la ciudad y vivía solo en un piso del barrio antiguo que sus abuelos le habían dejado en herencia.
Para Lucía, aquella fue la época más feliz de su vida. Se sentía sana y enamorada, y nada más terminar la carrera la habían contratado como maestra de educación infantil en un pequeño colegio privado.
Entre medias, murió su padre. Durante el funeral, su madre se mostró desconsolada. A Lucía le hubiera gustado hacerle unas cuantas preguntas en ese momento, pero no le dijo nada. Después de aquel día apenas volvió a verla.
Dos años y medio después nació su primer hijo, que la hizo comprender cosas que sin él nunca habría podido llegar a imaginar. La fuerza de un amor tan fuerte capaz de romperla de pura vida una y otra vez, tratando de descifrar el misterio de aquella piel blanca y suave y aquellos ojos que la traspasaban como si conocieran su existencia entera mucho mejor que ella misma.
Con los años tuvieron dos hijos más. Y durante un tiempo todo fue bien. Pero pequeñas señales, al principio apenas perceptibles aunque cada vez más evidentes, fueron abriendo un espacio entre Luis y Lucía hasta que se hizo tan grande que ya no alcanzaron a darse la mano.
El día que se separaron, por la noche, en su cama sola, Lucía se acordó de la madrugada en la que Luis se sentó a su lado en un banco de madera del puerto y cómo su mano en la espalda le salvó la vida. También pensó en sus hijos todavía pequeños, y en sus padres.
Las décadas empezaron a volar, como si un huracán soplara las hojas del calendario. Una tarde Lucía, mirándose al espejo, fue consciente de que se había hecho mayor, con su larga melena blanca y las arrugas surcando el rostro sereno.
Sentada en la butaca junto al balcón abrió un libro, mientras los ojos se le cerraban entre página y página, imaginando que se quedaba dormida para siempre.